RICARDO ZELARAYÁN:
"NO SOY ESCRITOR"
Por Fernando Molle
Ricardo Zelarayán nació "a mediados de la década del veinte" en Paraná. Vive desde joven en Buenos Aires, conservando intacta su condición de provinciano en eterno conflicto con el porteño. Escribió mucho, publicó poco, perdió y tiró bastante. Sus libros publicados -La obsesión del espacio (poesía, 1973, reeditado en 1997), Traveseando (cuentos, 1984), La piel de caballo (novela, 1986, reeditada en 1999), Roña criolla (poesía, 1991)- representa menos de la décima parte de su producción. Su personalísima obra en todos los géneros -ha escrito también explosivos panfletos- tiene una música inmediatamente reconocible, que se nutre del habla popular, de la calle, de ciertos giros coloquiales del interior del país.
A comienzos de los setenta, formó parte de la revista Literal, que significó un punto de inflexión en la evolución de la cultura argentina. En los últimos años se dedica a la traducción, a escribir fragmentos y a influir involuntariamente en las nuevas generaciones de poetas argentinos.
-¿Cómo era su familia?
-Soy una mezcla rara. Desciendo de indios analfabetos por el lado paterno. Aunque yo he salido blanco como mi madre. Mi abuelo era peón golondrina. Trabajaba en el sur de Salta y norte de Tucumán. Para liquidar sus changas tenía que tener un apellido. Y, como no quería decir cómo se llamaba, le pusieron Villagra. El apellido que yo llevo, Zelarayán, es un apellido regalado.
-¿Cuándo viene a vivir a Buenos Aires?
-Yo vine a estudiar medicina. Y no se podía, porque había que dedicarse a estudiar o a trabajar. Estudié cuatro años, pero la carrera eran siete. Y pasaba que me identificaba con los pacientes. Me acuerdo que, en el Ramos Mejía, yo simpatizaba mucho con una chica de diecisiete años, tuberculosa. Y un día llego medio tarde a una clase de Semiología en una dependencia del Ramos Mejía, y en el pizarrón veo los dos pulmones de la chica partidos por la mitad, con chinches. Yo no sabía que se había muerto. De modo que empecé a trabajar en la editorial Depalma como corrector. Después me pasé a la publicidad. Fui redactor creativo, como se decía antes. Trabajé en diez agencias por lo menos. Volví al periodismo en el año 70.
-Su primer libro, La obsesión del espacio, lo publica después de los 40 años. ¿Desde qué edad escribe?
-Desde siempre. Yo tenía trece, catorce años. Escribí un diario en una de esas agendas de médicos. Después escribí de todo. Primero escribía poesía, algún cuento perdido por ahí, ni me acuerdo ya. Pero en fin, no soy escritor.
-Usted siempre habla de las obras que ha tirado o perdido.
-Bueno, yo en Buenos Aires tengo veintisiete mudanzas por lo menos. Yo siempre alquilé, viví en piezas, en pensiones. Primero yo tiraba, y después perdía. Y después trataba de no perder, pero me traicionaba el inconsciente. Precisamente hay una novela mía, se llama Una madrugada, perdida (lamentable: ya no se puede hacer otra vez) que habla de la vida nocturna en Buenos Aires. Habla de la gente que a la mañana muy temprano se levanta a trabajar mientras los otros vuelven de la farra nocturna, durmiéndose en el colectivo. Y esa novela quedó inconclusa. Son todas novelas colectivas, como La piel de caballo. Es una especie de coral.
-¿Por qué esa tendencia a perder o a no publicar sus inéditos?
-Es la tendencia suicida, en el sentido de autocrítica feroz. El hecho de perder manuscritos consciente o inconscientemente es una cosa autodestructiva muy jodida.
-¿Actualmente prepara algún libro?
-En este tiempo me dedico al minimalismo literario, como se dice ahora. Tengo un libro de fragmentos empezado hace tiempo. Son historias, con sentencias, aforismos, situaciones. Recuerdo una de ellas, El ser: "Lo saludé, y no era. A mí también a veces me saludan y no soy" (risas). Y también tengo un pequeño librito que estoy haciendo de a poco, que empecé a escribir hace más o menos diez años. Son historias de apodos. Muchas de ellas reales, otras inventadas. Algunas de ellas se han publicado en el Clarín hace años.
-Una particularidad de su poesía (por ejemplo en La gran salina) es que parece ir escribiéndose azarosamente, sin ningún tema ni plan previo.
-Todo, todo lo mío es así. Una novela empieza por una frase escuchada en la calle. Volviendo a tu pregunta, cuando hay un plan previo para escribir, el texto siempre fracasa. Es necesario un disparador, y eso te da una angulación. Es como en la artillería. Tiene que ser una frase que me toca en seguida.
-Me acuerdo de esa frase inolvidable que abre La piel de caballo: "¡¡¡Agárrenme que lo mato!!!".
-Bueno, esa la escuché (risas). La otra vez empecé con una frase de mi peluquero, un paraguayo atorrante. El tipo me dice: "Quedate quieto que te hago la raya" (risas). Y a partir de ahí empecé un terrible delirio el año pasado. Hice unas diez o doce páginas, pero abandoné.
-Su obra evidentemente viene más del habla popular que de la tradición literaria, de las lecturas.
-Absolutamente. Lo que escribo viene muy poco, como vos decís, de mis lecturas. Sí reconozco una influencia muy fuerte en Macedonio Fernández, en el sentido del cuestionamiento del ser. No tanto en el estilo.
-¿Roña criolla era inicialmente una narración? Da la impresión que son capítulos condensados de una novela.
-Bueno, eso se dice en la nota preliminar: estos poemas se escriben para preparar el clima de una novela
(Lata peinada) aún inconclusa. A esos poemas los escribí en un verano, donde yo veía venir la novela, pero no tenía la frase de arranque. Habla de la gente del norte que baja a buscar trabajo. Después se creó el clima de la novela, y empezó. Y de Roña criolla quedaron cosas afuera después que lo armé. Hay cierta reiteración de la versiones, pero está bien, porque es una forma de leer los poemas de vuelta con algunas variaciones.
-A mí lo que me fascina de Roña criolla son las historias que aparecen apenas insinuadas detrás de los poemas.
-Puede ser, pero es un poco el clima de la novela. Y ahí empezó la novela, Lata peinada, que siguió, siguió y siguió, es pura dispersión. Y ya ha empezado a perderse, hay cosas que no encuentro. Eran alrededor de mil carillas oficio. No sé si la voy a sacar. Trata de la gente que viene del norte y del sur del país, y el entrecruce de los personajes. El tipo que se escapa del norte, que viene con una cantidad de esperanzas, de disparates. Se va alargando, se va llenando de personajes, y después no va a terminar.
-En casi toda su poesía -al menos la editada- es notable la despersonalización, la dificultad de reconocer un yo poético.
-Puede ser, puede ser, pero habría que ver. Hay ciertos poemas amorosos míos que no son impersonales. Y en los poemas de Sombras (de La obsesión del espacio), que me gustan mucho, creo que, al contrario, son muy personales. Lo dramático y lo introspectivo es muy fuerte. Por otra parte, Sasturain me deshizo en una crítica de La obsesión del espacio -en general las críticas fueron desfavorables. Dijo, y la pescó muy bien, que se producen violentas rupturas de clima. Y a mí me interesan las rupturas de clima.
-¿Qué escritores argentinos, aparte de Macedonio, le interesaron?
-Paul Groussac. Tiene un libro que es una maravilla, es medio macedoniano. El tipo es un franchute que se interesó en el castellano y lo estudió acá. Y por supuesto, Sarmiento, aunque lo aborrezco, es un viejo de mierda. También Mansilla. Haroldo Conti. Un escritor santafecino, Mateo Booz (su verdadero nombre es Miguel Angel Correa). Tiene una novela que no es mala para nada que se llama La mariposa quemada. Y de Haroldo me gustan mucho los cuentos. Después me gusta Néstor Gropa, es extraordinario. El barbudo Castilla me gusta mucho. Y después, el colmo de la síntesis: el salteño Jacobo Regen, a quien está dedicado Roña criolla. A mí los escritores que más me interesan -yo que leo en varios idiomas- son los que tienen una cadencia poética, una respiración poética. Y no le podés cambiar una palabra, porque es como un circuito eléctrico, circula como una corriente en el texto. Y eso es absolutamente poético, no hay nada que hacer. Esa cadencia viene del hecho de que en un principio la novela era en verso también.
-¿Y qué escritores tienen esa cadencia poética intraducible?
-Bueno, Lautreámont, por empezar. Gerard De Nerval. Después Kerouac tiene esa corriente eléctrica. Pero en castellano pierde todo. El mismo Céline, que dice: todo lo que yo escribo es poesía. Y si vos lo traducís, no circula esa corriente eléctrica porque hay una transposición de palabras o de giros. Entonces, al hacer la traducción hay que recuperar esa cadencia pero en el castellano y es muy difícil. Joyce es otro caso. Es muy difícil de traducir al castellano. En inglés tiene absolutamente otra cadencia.
-¿Y Borges?
-Algo me interesó. Me hacés acodar a una agarrada que tuve la otra vez con Germán García. Yo le dije que no quiero tener nada que ver ni con la pequeña borgesía ni con la oligarcía. Así que ni con uno ni con otro. Pero Borges tiene cosas hermosas. Ese poema tan hermoso, La fundación mítológica de Buenos Aires, cuando describe la ciudad y dice: Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente. La fuerza que tiene esa imagen es impresionante.
-¿Y Osvaldo Lamborghini?
-Los poemas de él no me gustan. Me gustan algunas cosas, como El niño proletario, pero en general se repite mucho. La repetición es algo que a mí me afecta. Y claro, el asunto es no repetirse. Y con este tema de la repetición tenés a Gelman, que se repite, siempre lo mismo. Neruda también. Y me pasa con Juan L. Ortiz. A mí me gustan mucho algunas cosas, pero se repite. Si yo veo que me estoy repitiendo, digo: esto no va. Y lo tiro.
-¿Cómo fue su relación con el grupo Literal?
Bueno, fui parte de esa revista, que tenía una idea muy interesante de Germán García. La idea era no firmar nada. Poníamos arriba: colaboran Fulano y Mengano, pero las piezas, poemas, ensayos, cuentos, iban sin firma. Eso me parecía muy bien. Y al mismo tiempo, hacíamos una creación colectiva, una novela escrita por todos los integrantes de la revista. De manera que uno empezaba, otro seguía. Éramos Germán García, Luis Gusmán, yo, Osvaldo Lamborghini, el actor Lorenzo Quinteros. ¿Y qué pasó? Pasó que uno de los integrantes de la revista protestó y dijo que él iba a firmar. Y ahí se fue todo a la mierda. Y antes me fue a ver a mí en un estudio de publicidad, a proponerme que lo descabezáramos a Germán. Me dijo que registráramos el nombre de la revista, que lo sacáramos a Germán. Y yo le dije que estaba loco, que Germán era el autor de la idea, y no sólo de esa idea. Y lo mandé a la mierda ¿Y qué hizo? Fue a ver a los otros a decirles que yo le habría propuesto sacar a Germán. Resultado, me echaron a mí, porque le creyeron. Y se fue a la mierda la idea de no firmar. Después se arrepintieron, se dieron cuenta de que el cagador era el otro. Lo echaron en el segundo número, y en el tercero ya hay un comentario de Germán sobre La obsesión del espacio. Y ahora sigo teniendo buena relación con ellos.
-¿Le interesó la gauchesca?
-No, en absoluto. Aborrezco a los gauchos, yo no sé de donde sacan que soy gauchesco o neogauchesco. Del caballo: hay un caballo y ya sos un gaucho. Y yo hablo de la piel de caballo, la piel sísmica, porque de chico me gustaba mucho esa piel, cómo se mueve para espantar moscas. Es un recuerdo de mi infancia. Claro, pero como aparece un caballo ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, claro, los porteños creen que nací en el campo.
-Usted utiliza permanentemente en su obra elementos populares, proletarios.
-Sí, efectivamente. Aquí en la ciudad se nota más. Aquí la clase media está mucho más pegada a la alta burguesía, a los poderosos en general. En la provincia mucho menos, hay más contacto con abajo que con arriba.
-En sus libros está presente todo el tiempo el antagonismo entre el provinciano y el porteño. ¿Usted piensa que esta rivalidad hoy continúa de la misma manera?
-Sí, señor. La prueba está en el diario de hoy. A los hijos de desaparecidos que eran morenitos los mataban directamente. A esa gente se la ignora, se la considera gente de baja categoría. Y un extranjero se da cuenta de que no somos un país de raza blanca.
-¿Y ese racismo se da en otras partes del país o sólo en Buenos Aires?
-Fundamentalmente en Buenos Aires. El término "cabecita negra" se inventa acá. Eso fue cuando aparece en el centro de Buenos Aires una mayoría mestiza. Y con respecto a los escritores, aquí a nadie le interesa lo que se pueda hacer en el interior. Y no hay nada que hacer: el tipo que está en el interior, que no tiene lector, que sólo tiene lectores lugareños, siente que lo que escribe no es para nadie. Acá en Buenos Aires hay una cosa muy centralista. Hay una ignorancia total de lo que pasa en el interior.
-¿Qué opina de la parodia en la literatura?
-La parodia me parece una estupidez. La parodia de la gauchesca, eso no me interesa para nada. Es terrible, lo paródico es lo peor que puede haber. Además la parodia está totalmente de acuerdo con Fukuyama. La parodia encaja perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate.
-¿Le interesa algo del neobarroco argentino?
-Bueno, Carrera es una especie de aduanero Rousseau, la simulación de la ingenuidad. Y lo hace bien, pero es demasiado forzado para mi gusto. Pero claro, está bien hecho. Perlongher nunca me gustó mucho. Es terriblemente agresivo, parece que el tipo trabajara con vidrio molido. A mí no me interesa. Y hablando de poetas en español, Vallejo. Trilce es un libro formidable. En español Vallejo es insuperable, no hay nada que hacer. Y era un indio, pero después en España claudica con España, aparta de mí este cáliz.
-Es muy claro que usted siempre se negó a profesionalizarse como escritor, a publicar regularmente.
-Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años, cosa que yo no he hecho y que no creo que pueda hacer jamás. Claro, esa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio de escritor: ser el primer lector.
-¿Cuando escribe siente que lo está haciendo contra algo o contra alguien?
-No, cuando yo escribo me dejo llevar. Yo no pienso en atacar a nadie, nada de eso. Yo no quiero ganarle a nadie, yo sólo quiero.
(Este reportaje fue publicado en el suplemento literario Grandes Líneas de Rosario el 6/II/2000)